domingo, 28 de septiembre de 2008

LA VIDA ESPIRITUAL Y EL APOSTOLADO



«No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca»



Dios nos destinó a ser felices. Y busca siempre acercarnos a esa felicidad. Para eso, nos llama a ser apóstoles, a predicar la Buena Nueva por todo el mundo, para que, colaborando con Él, ayudemos a todos a acercarse a Él y por lo tanto a la auténtica felicidad.

Es Dios quien nos ha elegido; no somos nosotros, sino Él quien tomó la iniciativa. Porque se trata de su misión, que nosotros hacemos nuestra. Y el objetivo de la misión es hacer que todos se encuentren con Jesús. El fruto que el Señor nos pide en la misión es ayudar a que la gente lo conozca: «¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien!».
Por lo tanto, es bueno recordar una y otra vez que a quien predicamos y a quien presentamos es al mismo Señor. «No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús»
. Esto significa que es al Señor a quien hay que dar; es a Él a quien hay que llevar a las personas.

Pero esto tiene una condición: tener al Señor, estar con El.

Recuerda que, «nadie da lo que no tiene». Lo cual nos lleva, como apóstoles, a preguntarnos ¿Qué damos cuando hacemos apostolado? ¿Es a Cristo a quien predicamos? A las personas a las que nos acercamos ¿Sabemos a dónde llevarlas? ¿Sabemos cómo llevarlas al Señor? En el fondo ¿Estamos con el Señor como para poder hablar de Él en primera persona, como quien se ha encontrado con Él, como quien vive en amistad y comunión con Él?
Todo esto nos lleva al interior, a ver cómo es nuestra relación con el Señor, nuestra vida espiritual. Pero ante todo ¿Qué entendemos por vida espiritual? Es la relación intensa y frecuente que tenemos con el Señor, que pasa por colaborar con la gracia en la conformación con el Señor Jesús por medio de la piedad filial mariana. El camino pasa por vivir la espiritualidad de María, y hacer que nuestros pensamientos, sentimientos y acciones sean las del Señor cumpliendo así el Plan de Dios. Para lo cual, el ejemplo de docilidad de Santa María es clave.
Hacer pues, que nuestra vida sea una oración, un acto de amor a Dios.

De aquí se desprenden elementos muy concretos.
*La frecuencia de nuestra oración. Los momentos fuertes y cotidianos de oración personal y comunitaria.
*El acudir a los sacramentos, especialmente la Eucaristía.
*La piedad filial a María por la oración y el ejemplo de sus virtudes.
*El trabajo en el propio recogimiento y en los silencios como camino para ser cada vez más dueños de nosotros mismos y encaminar nuestra voluntad hacia el Plan de Dios.
*El trabajo por la conversión, especialmente en el despojarnos de los pecados y lo malo de nuestra vida y el vivir las virtudes del Señor.
*Y todo esto, para estar disponible al Señor para vivir el amor y la donación al prójimo.

Estas serán algunas cosas, medios y caminos, que nos ayuden a vivir esa vida en el Espíritu, esa apertura a lo sagrado, esa amistad con el Señor y docilidad a los Planes de Dios. Sin embargo, todo esto muchas veces lo sabemos. Es por ello necesario poner en obra todo lo que esté a nuestro alcance para poder vivir como Jesús, para poder estar con Él y así predicarlo en primera persona. Y es que «sólo los santos cambiarán el mundo».

Nuestra misión como apóstoles requiere el estar con Jesucristo. Como María en la visitación, que se vuelve la portadora del Señor, de quien es la Luz, y así lo transmite maravillosamente a su prima Isabel. Es como Ella que debemos llevar al Señor en nuestra vida, para que lo transmitamos a todos, como la Luz maravillosa en medio de la oscuridad que muchas veces hay en el mundo. Así se cumplirá lo que el Señor nos pidió: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos».

Y esa luz es Cristo, quien no ha venido a «quitarnos nada, sino a darnos todo», como afirmó el Papa Benedicto XVI. Nuestra misión es llevar al Señor que tenemos dentro, ya que «predicamos, no buscando agradar a los hombres, sino a Dios…Nunca nos presentamos, bien lo sabéis, con palabras aduladoras, ni con pretextos de codicia, Dios es testigo, ni buscando gloria humana».
Es Él quien nos da la respuesta; primero a nosotros mismos, y a partir de nosotros y de nuestra vivencia de la Verdad, al mundo. «Pues el mismo Dios que dijo: De las tinieblas brille la luz, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo. Pero llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros»
. Es Dios quien ha iluminado nuestra vida, le ha dado sentido, nos ha llamado a su lado, para que podamos decirle a la gente cuando nos pregunte por la felicidad que vivimos: «Ven y lo verás».

Siempre recordemos que estamos llamados por el Señor a ser apóstoles en un mundo que necesita al Señor, que necesita luz. Que necesita de personas que prediquen la Verdad, el Amor, la Esperanza, a Dios. No ilusiones vanas, no cosas que se acaban, no cualidades humanas, sino a Cristo. La gente necesita a Dios, y el Señor nos ha llamado como embajadores suyos. Por eso, nunca olvidemos de exclamar como San Pablo: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!».

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