La libertad, como el dinero, si no se invierte no genera riqueza. Se estanca y sufre. La riqueza, al contrario que la libertad, no es algo que se posea por nacimiento. Hay que trabajar duro para lograrla. Esta riqueza no es la opulencia del dinero, sino la de la dignidad, la hombría de bien y la generosidad. Es decir, la fortuna que enriquece a todos y no sólo a uno.
Me encontré con un exalumno hace unos días, ya no lleva las pintas de tardoadolescente que lucía en su etapa colegial. Salimos a tomar un café y me contó que sigue con sus movidas reivindicativas, porque —afirma rotundamente— este mundo es un asco y hay que cambiarlo. En los últimos meses ha estado expresando clamorosamente su opinión acerca del problema de la crisis financiera, el cambio climático y otro asunto casero.
También me cuenta que se ha dejado unos cuantos soles en sprays de pintura para escribir lo que opina en los muros de las casas y en los muros de la universidad. Este exalumno es un buen tipo y no le pega nada ser violento, recordaba los martes eucarísticos en los que participaba de la confesion y de la Santa Misa. Un poco insensato, pero sin maldad en el corazón. Le he visto prestar generosamente su tiempo, sus apuntes y sus libros a compañeros de clase más despistados que él.
Su deseo de hacer justicia y de castigar a los malvados que hacen de este planeta un lugar inhabitable puede más que mis prudentes objeciones, que no duda en calificar de burguesas y acríticas. A pesar de todo, su montaje retórico-justiciero se viene al suelo cuando descendemos al terreno personal. No ha terminado ninguna de las tres carreras que empezó, jamás ha ganado un céntimo en un trabajo y vive confortablemente acogido en la modesta casa de sus padres. Su padre, en cambio, es uno de esos viejos luchadores, obrero de una conocida fábrica que se encontró prejubilado de la noche a la mañana en una cruel regulación de empleo y terminó de mantenedor en una bodega del barrio. A su madre no se le cayeron los anillos por limpiar escaleras o limpiar las casas de sus amigas. Lo pasaron mal, bebieron en las fuentes amargas del resentimiento contra una sociedad dura e inmisericorde, pero no perdieron el tiempo gimoteando. Gastaron su cólera en trabajar duro y mirar para adelante en lugar de reventar las lunas de las sucursales bancarias. Ahora, las cosas han mejorado. Sus padres disfrutan de una pensión y sus hermanos trabajan, salvo la pequeña que aún estudia en el colegio.
Sólo él parece varado en una vía muerta. Con algo más de un cuarto de siglo a sus espaldas, le hago notar que está viviendo a costa de esa sociedad que tan mal le cae. Y se irrita cuando le digo que parece que los hijos de obrero han empezado a coger las mañas de los hijos de papá. “No te falta de nada y todavía no has dado un palo al agua”, observo. “Ya —replica, mostrando la cara más ingenua y vulnerable de su carácter— pero alguien tiene que sacudir la conciencia de esta sociedad podrida. Y es más fácil criticar que arreglar las cosas”.
Qué significa ser libre
En mi barrio es frecuente encontrar multitud de pintadas. Cualquier excusa vale para dejar un pensamiento atravesado en la pared. Algunas son muy ingeniosas y otras simples aullidos de una generación desorientada. Una me llamó la atención por su aire categórico, y es la que da título a este artículo: kiero ser livre. Era como una explicación de muchas conductas anticonvencionales: ¿Por qué haces esto?, se le podía preguntar. Pues, porque “kiero ser livres”, parecía responder. Y se lo espetaban sin reparo a la misma sociedad que les da de comer y les abriga. Semejante “libertad con ira” se parece sospechosamente a la actitud de un joven consentido que se siente legitimado a destrozar los regalos de Reyes porque, a fin de cuentas, han pasado a ser de su exclusiva propiedad. No tengo nada, al contrario, contra las justas reclamaciones de paz, justicia o libertad. Pero me atrae una libertad, llamémosla creativa. Una libertad que no es carta blanca para que los demás tengan que fastidiarse por lo que elijo. Una libertad que me lleva a ser mejor persona, en relación conmigo mismo y con los otros. El alma necesita abrir caminos, explorar rutas ambiciosas, entusiasmarse con la ilusión de conquistar mundos. Quedarse atrapada en opciones raquíticas, miopes, utilitaristas o de simple consumo es como represarla y arriesgarse a que el agua limpia del caudal interior quede recluida en una charca infecta que se poblará de bichos al menor descuido.
Un experto en educación me aseguraba hace unos días que muchos de los problemas con que a diario tropezamos en las aulas se resolverían solos con enviar a los alumnos a participar de un momento de Acción Social - visitando un pueblo joven, dando catequesis, levantando casas o ayudando en un asilo o casa hogar. Argumentaba su original propuesta educativa —basada en salia al encuentro— con la pretensión de corregir el poco valor que damos en las sociedades urbanas a las innegables ventajas del bienestar alcanzado con el esfuerzo de los trabajadores que nos permiten vivir como gente pudiente.
Quizá nos hemos acostumbrado a recibir mucho de balde y encima no nos satisface. Tal vez la vida carente de responsabilidades y de apremios ha contribuido a generar insaciables que no saben lo que vale un peine. Basta observar el hastío y aburrimiento de los veranos vacíos de no pocos jóvenes y adolescentes.
Basta ver cómo algunas familias celebran los cumpleaños de sus hijos. Incluso entre no pocos católicos causa dolor ver la falta de templanza al montar la fiesta de una Primera Comunión. Querámoslo o no, a todos se nos va la mano en determinadas fechas, y pongo como prueba la inexistente sobriedad en los regalos y agasajos de Navidad.
El Santo Antojo. Sin embargo, el clamor por una libertad egoísta me suena vacuo. Nuestros tatarabuelos hicieron revoluciones para entronizar a la diosa Razón. Ahora muchos parecen encaminarse —como dice la canción de Sabina— a una manifestación para enaltecer el Santo Antojo. Un ídolo de barro consumista y reaccionario que no aporta soluciones ni arrima el hombro. Sólo brama disgustado porque no se le mima lo suficiente. Se hace una barricada con la propia capacidad de decidir y al final uno cosecha vacío o frutos ridículos por su mezquindad. Sin una elección que apueste por la excelencia, por el deseo de servir, de colaborar, de darse, es fácil caer en el capricho pueril o en el lamento estéril.
Contra semejante desperdicio han clamado las almas más nobles que han atravesado la Historia. La libertad es un don divino que hace a los hombres capaces de lo más grande y de lo más vil.
Por eso me gusta el programa que traza San Josemaría en el primer punto de Camino, enmarcado nada menos que en el capítulo sobre el carácter.
Una ruta clara porque proporciona un compromiso serio capaz de orientar toda la existencia: Que tu vida no sea una vida estéril. —Sé útil. —Deja poso. —Ilumina con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. —Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón.
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