«Para que todo el que crea en Él tenga vida eterna»
Hoy, el Evangelio es una profecía, es decir, una mirada en el espejo de la realidad que nos introduce en su verdad más allá de lo que nos dicen nuestros sentidos: la Cruz, la Santa Cruz de Jesucristo, es el Trono del Salvador.
Por esto, Jesús afirma que «tiene que ser levantado el Hijo del hombre» (Jn 3,14).
Bien sabemos que la cruz era el suplicio más atroz y vergonzoso de su tiempo. Exaltar la Santa Cruz no dejaría de ser un cinismo si no fuera porque allí cuelga el Crucificado.
La cruz, sin el Redentor, es puro cinismo; con el Hijo del Hombre es el nuevo árbol de la Sabiduría. Jesucristo, «ofreciéndose libremente a la pasión» de la Cruz ha abierto el sentido y el destino de nuestro vivir: subir con Él a la Santa Cruz para abrir los brazos y el corazón al Don de Dios, en un intercambio admirable. También aquí nos conviene escuchar la voz del Padre desde el cielo: «Éste es mi Hijo (...), en quien me he complacido» (Mc 1,11).
Existe un anhelo humano, encontrarnos crucificados con Jesús y resucitar con Él: ¡he aquí el porqué de todo! ¡Hay esperanza, hay sentido, hay eternidad, hay vida!
En la liturgia del Viernes Santo se dice «Mirad el árbol de la cruz, donde colgó el Salvador del mundo: venid y adorémosle». Si conseguimos superar el escándalo y la locura de Cristo crucificado, no hay más que adorarlo y agradecerle su Don. Y buscar decididamente la Santa Cruz en nuestra vida, para llenarnos de la certeza de que, «por Él, con Él y en Él», nuestra donación será transformada, en manos del Padre, por el Espíritu Santo, en vida eterna: «Derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados».
El Papa Juan Pablo nos regaló en abril de 1999 una preciosa reflexión sobre el valor de la Cruz como insignia para el mundo.
“Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Éstas son las palabras, este es el último grito de Cristo en la cruz. Con esas palabras se cierra el misterio de la pasión y se abre el misterio de la salvación a través de su muerte, que se realizará en la Resurrección. Son palabras importantes.
Cristo por nosotros se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2, 8). Con estas palabras, la liturgia resume lo que aconteció en el Gólgota, hace ahora dos mil años. El evangelista Juan, testigo ocular, narra los acontecimientos dolorosos de la pasión de Cristo. Cuenta su dura agonía, sus últimas palabras: “Todo se ha consumado” (cf. Jn 19, 30) y cómo un soldado romano traspasó su costado con una lanza. Del pecho atravesado del Redentor salió sangre y agua, prueba inequívoca de su muerte (cf. Jn 19, 34) y don extremo de su amor misericordioso.
“Despreciado y evitado”. como dijo Isaías, está Cristo en el hombre afrentado y aniquilado en la guerra y en cualquier lugar donde triunfe la cultura de la muerte; “triturado por nuestros crímenes” está el Mesías en las víctimas del odio y del mal de todos los tiempos y en cualquier lugar. “Como ovejas errantes” parecen a veces los pueblos divididos y marcados por la incomprensión y la indiferencia.
Sin embargo, en el horizonte de este escenario de sufrimiento y de muerte, brilla para la humanidad la esperanza: “A causa de los trabajos de su alma, verá y se hartará (...); mi Siervo justificará a muchos”. La cruz, en la noche del dolor y del abandono, es antorcha que mantiene viva la espera del nuevo día de la resurrección. Miramos con fe hacia la cruz de Cristo, mientras por medio de ella queremos proclamar al mundo el amor misericordioso del Padre por cada hombre.
Sí, hoy es el día de la misericordia y del amor, el día en el que se ha llevado a cabo la redención del mundo, porque el pecado y la muerte han sido derrotados por la muerte salvífica del Redentor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario