sábado, 13 de septiembre de 2008

La importancia del apostolado




La Iglesia, fiel a la palabra del Señor Jesús, no deja de enseñar que la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado.

Esta afirmación nos plantea dos consideraciones.

La primera es que el apostolado no es algo accidental a la vida cristiana, sino que forma parte de su propia naturaleza.

La segunda: Si el apostolado es una vocación, es decir, un llamado, significa por un lado que Dios me lo pide y, si lo hace, es porque cuenta conmigo y, si cuenta conmigo, es porque estoy en capacidad de responder, pues Dios nunca me pediría algo que no pueda hacer. Por el momento vamos a detenernos en la primera afirmación para regresar más adelante a la segunda.

SER CRISTIANO: SER SANTO Y APÓSTOL

Decíamos que ser apóstol equivale a ser cristiano. El creyente que no se ve a sí mismo como apóstol mutila su propia identidad como discípulo de Jesús. Hacer apostolado no puede ser algo accesorio de lo cual yo pueda prescindir sin que eso implique recortar mi vida cristiana, afectar su propia esencia. Esta verdad fundamental San Pablo la expresa de manera apasionada y elocuente cuando dice «¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!».


A partir de esta consideración no resulta difícil deducir la íntima relación entre santidad y apostolado.


Ambas, en cierto modo, constituyen la misión de la Iglesia en el mundo:
«La misión de la Iglesia tiende a la santificación de los hombres, que hay que conseguir con la fe en Cristo y con su gracia. El apostolado, pues, de la Iglesia y de todos sus miembros se ordena, ante todo, al mensaje de Cristo, que hay que revelar al mundo con las palabras y con las obras, y a comunicar su gracia».

Todo cristiano está llamado a hacer apostolado y, al hacerlo, contribuye con Dios en la santificación de sí mismo y en la santificación de los demás. El apostolado es medio y al mismo tiempo fin de mi santificación. En efecto, es medio en cuanto el hecho mismo de hacer apostolado me santifica. Es fin en cuanto forma parte de la propia naturaleza de la vida cristiana y ésta es plena unión con Dios mediante la vida en Cristo.

SOY APÓSTOL POR VOCACIÓN

Volvamos ahora al segundo enunciado que planteamos al inicio: ser apóstol es una vocación, un llamado de Dios a todos los cristianos. Esto puede parecer contradictorio a primera vista.

En efecto, para ser apóstol, ¿no se requiere una psicología, una formación, unas características personales mínimas? ¿No se necesita acaso del tiempo, de la disponibilidad que las ocupaciones impostergables de la vida moderna me niegan?
Es evidente que no todos estamos llamados a hacer apostolado de la misma manera. No es lo mismo el apostolado que puede realizar la religiosa contemplativa, el párroco rural, el estudiante universitario o el ama de casa que además trabaja a medio tiempo. Sin embargo, las características personales y las circunstancias de la propia vida no anulan el llamado, sino que precisamente lo cualifican: si el apostolado es una vocación, Dios me pide realizarla precisamente desde mi identidad, desde quién soy así como desde las circunstancias concretas de mi propia vida.

Esto nos lleva a cuestionarnos acerca de la naturaleza propia del apostolado, su raíz profunda, interior; en una palabra, cuál es el “alma” del apostolado.

La esencia del apostolado no puede ser otra que la misma esencia de la vida cristiana, esto es el Amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. El cristiano está llamado a vivir el Amor, y el Amor no es una teoría ni un programa, es Dios mismo —Dios es Amor— que se hace hombre y nos muestra nuestra propia vocación. Cristo como el principio de mi vida interior, he ahí, el Camino, la Verdad y la Vida.

«Tened los mismos sentimientos de Cristo» nos exhorta San Pablo. Los sentimientos de Cristo son la entrega en el Amor al Padre y a los hombres. ¿No es esa la esencia del apostolado? Pablo VI define el apostolado como «amor que rebalsa, que estalla, que se propaga en testimonio y acción».


Nace del encuentro personal con el Señor Jesús y se alimenta de su presencia vivificadora que es la Gracia. Podríamos sintetizarlo en una frase: El apostolado es sobreabundancia de Amor. No de nuestro amor humano, forzosamente imperfecto, sino del amor de Jesús en nosotros.
Llegados a este punto resulta oportuno preguntarme ¿qué grado de persuasión personal tiene para mí esta doctrina y sus necesarias concreciones para mi vida cotidiana? ¿Cómo respondo efectivamente a mi vocación al apostolado?


SANTIFICÁNDOME EN EL APOSTOLADO


Que un apóstol tiene que ser cada vez más santo, resulta más que obvio. Nadie duda que el mejor apóstol sea el santo. Asimismo, queda claro que la finalidad del apostolado, sea como anuncio explícito del Evangelio en sus múltiples expresiones, sea como testimonio de vida cristiana audaz y coherente, es la santificación de las personas. No siempre, en cambio, me resulta fácil descubrir de qué forma concreta hacer apostolado me ayuda a ser más santo. Por eso, queremos proponer algunas breves consideraciones puntuales al respecto:
El apostolado me configura con el Señor Jesús. Lo decíamos arriba. Ser santo es configurarme con Cristo, tener sus “mismos sentimientos”, concretamente su amor universal a los hombres por quienes «pasó haciendo el bien» y «se entregó a sí mismo hasta la muerte y muerte de Cruz».
Jesucristo es el primer y más grande Evangelizador. Haciendo apostolado me conformo a Él, me revisto de Cristo.
El apostolado me reviste del Amor de Cristo. Otra consecuencia directa de lo anteriormente dicho. La caridad de Cristo nos urge
. Haciendo apostolado se me dilata el corazón, aumenta mi capacidad de amar, de entregarme, rompo las barreras de mi egoísmo, de mis mezquindades.

El apostolado me compromete más con mi propia vida cristiana. En efecto, ¿quién no ha experimentado que la propia fe se fortalece al hacer apostolado, al exponerse delante de otros, al tener que dar testimonio público de las propias convicciones? Al ver mi vida cristiana como apostolado evito caer en la contradicción del cristiano “a tiempo parcial”. En la familia, en el trabajo, en la universidad o el colegio, a tiempo y a destiempo estoy llamado a ser apóstol, con mi testimonio de vida, con el anuncio explícito, con la palabra oportuna, con gestos concretos de amor y solidaridad.

El apostolado me ayuda a reconocer concretamente en mi vida que la santidad es obra de Dios con mi cooperación. Cuando hago apostolado me descubro siempre limitado frente a la grandeza del mensaje del que soy sólo embajador, me doy cuenta de que mis fuerzas y esfuerzos siempre se quedan cortos, pero al mismo tiempo compruebo que Dios bendice y fructifica lo que hago y que Él cuenta conmigo para llegar a tantos. Percibo que la Gracia me precede, me acompaña y fecunda mi acción.

El apostolado me alienta a la coherencia de vida. La conocida frase “nadie da lo que no tiene” quizás la experimentamos más que nunca cuando tenemos que dar una charla, participar en un retiro, dirigir un grupo, liderar una obra solidaria... El apostolado, por su propio dinamismo me impulsa a una coherencia cada vez mayor entre lo que soy y lo que predico pues es más creíble el testigo que el maestro. Al mismo tiempo, el apóstol se predica en primer lugar a sí mismo.

El apostolado me motiva a formarme más y mejor. No pocas veces somos tardos y poco solícitos para la propia formación. Descuidamos este importante aspecto de la vida cristiana porque lo encontramos “teórico”, “poco práctico”. Sin embargo, cuando hacemos apostolado experimentamos la necesidad de dar respuestas convincentes, de dar “razón de nuestra esperanza” y nos motiva a profundizar más en las verdades de nuestra fe, a conocer mejor y más profundamente lo que creemos.

El apostolado es un antídoto al cristianismo teórico. Una de las dificultades que muchos cristianos descubren es cómo vivir su fe en el día a día. El apostolado es una manera concreta de vivir y plasmar en la acción mi fe. Existen muchas maneras y ámbitos de apostolado. Cada uno ha de encontrar el propio donde pueda dar gloria a Dios desplegándose en la acción.

El apostolado me educa en el sentido épico de la vida cristiana. No pocas veces hacer apostolado es difícil, me expone, me da inseguridad. Puede a veces implicar la oposición y el rechazo. Estas dificultades pueden convertirse para mí en ocasión para adherirme más a la Cruz de Jesús, a renovar mi confianza en Dios, que puede más que el egoísmo y la cerrazón humana, y a forjar mi voluntad en una aproximación combativa y luchadora a la vida cristiana, que no se deja vencer fácilmente ante las dificultades.

El apostolado me enseña a vivir el desapego a los frutos. El verdadero apóstol se sabe cooperador de Dios y no busca ocupar el puesto de su Señor, no busca apoderarse de la gloria que sólo a Él corresponde, no se predica a sí mismo, sino que reconoce que toda obra buena viene de Dios.

El apostolado me da serena alegría. Uno de los frutos más palpables del apóstol es la alegría de anunciar a Jesús y la serenidad que dicho gozo aporta a la vida interior y que me permite enfrentar mejor las contradicciones de la vida cotidiana con verdadero espíritu cristiano.

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